EL TEMPLE, HOY COMO AYER
(Del Cap. 1, Vol. III del Curso Básico de Formación Templaria)
Fernando Arroyo
Tras la disolución oficial de la Orden del Temple, lo que visiblemente subsiste de ella son elementos humanos en fuga, acogidos en su mayor parte por el resto de órdenes militares y hasta monásticas, de entre éstas últimas de forma especial por sus hermanos del Cister. En Alemania, la mayor parte de los templarios ingresaron en la Orden Teutónica, teniendo un papel relevante en el posterior desarrollo de dicha orden.
En España, muchos templarios fueron acogidos por las diversas órdenes nacionales, como Calatrava, Santiago, Alcántara y, al igual que en el resto de Europa, por sus antiguos rivales de la Orden de los Hospitalarios de San Juan, a la que además, por bula Ad providam, le fue adjudicada la mayor parte de los bienes templarios. Pero el trasvase más importante de elementos templarios se produjo a las recién fundadas órdenes de Montesa (1317) y de Cristo (1318). Estas órdenes fueron constituidas ex-profeso por los monarcas de los reinos de Aragón, Jaime II, y de Portugal, Dionisio I. En el caso aragonés, el monarca encomendó la fundación de la nueva orden a Vidal de Vilanova, estableciéndose en el que fuera antiguo reino de Valencia. Ambas órdenes habrían de recibir los bienes (y caballeros) de la extinta Orden del Temple. Las causas de estas iniciativas reales: en el caso de Portugal, el rey Dionisio pagaba con ello los muchos favores que debía al Temple por su apoyo en diversas campañas militares, no sólo en alguna que otra escaramuza contra las incursiones sarracenas, sino también, seguramente, en la guerra civil que le enfrentó a su hermano en 1279; en el caso de Jaime II de Aragón, las razones fueron bien distintas, pues independientemente que pudiera deber favores militares al Temple -–que se los debía y no pocos-, la motivación principal fue su temor a que los Hospitalarios de San Juan adquiriesen excesivas riquezas y poder si se cumplía el mandato papal que establecía el traspaso de todas las posesiones templarias a la Orden del Hospital.
Tanto la Orden de Montesa como la de Cristo no pudieron instituirse hasta después de la muerte de Clemente V, siendo ya Papa su sucesor Juan XXII. La nueva Orden de Montesa sería filial de la Orden de Calatrava, por cuya regla se regiría, y se ocuparía principalmente de la defensa contra los sarracenos de la plaza de Valencia y circundantes. En 1400 se le unió la Orden de San Jorge de Alfama. Algunos historiadores señalan que la Orden de Montesa fue la heredera material del Temple, pero en modo alguno su continuadora espiritual e ideológica. De cualquier forma, lo que sí es cierto es que hasta el siglo XIX los montesinos se consideraron a sí mismos como herederos efectivos del Temple y hasta, ocasionalmente, se autoproclamaron templarios. Si en los casos de la Orden de Cristo y de Montesa tenemos los dos más susceptibles de ser considerados una suerte de “pervivencia o prolongación histórica”, no podemos decir lo mismo en cuanto a un hipotético mantenimiento orgánico y clandestino del legado espiritual propiamente templario. Sobre este asunto se han desarrollado diversas teorías, una más rigurosas que otras, pero ninguna de ellas concluyente. Es por ello que no entraremos, una vez más, en especulaciones que no conducen a otro sitio que al punto inicial del que se parte: el enigma histórico. Resultaría de una complejidad inabordable tratar de detallar todos y cada uno de los diferentes caminos ocultos (y no tan ocultos) que habría seguido el Temple secreto, de existir realmente. Puede considerarse factible que una táctica premeditada de salvaguarda o un proceso azaroso de dispersión hayan sido la causa de que en la actualidad varios centenares de grupos en todo el mundo se declaren herederos directos del Temple medieval. Lógicamente, citar siquiera cada uno de ellos no sólo es tarea imposible, sino además innecesaria por la inconsistencia (en algunos casos descabellada) de sus argumentos, por lo que nos centraremos en analizar cuáles serían las características de una orden caballeresca como la del Temple, operando en nuestros días. Hay quienes consideran que la esencia de la Orden del Temple ha perdurado en el seno de la Masonería, e incluso hay quienes van más allá y sostienen que ésta no es si no una creación o manifestación de la pervivencia templaria. Desde luego existen elementos, también prolijamente estudiados y debatidos, que deben ser tenidos en cuenta, a pesar del empeño con que ciertas instancias académicas, eclesiásticas y hasta masónicas, han tratado de desdeñarlos y desacreditarlos.
Como quiera que la Masonería, a causa de múltiples contingencias, no es hoy algo homogéneo y unificado, quizá deba buscarse la carencia de adulteraciones en el ideal templario en otras instituciones que, cuando menos, tratan de mantener los principios doctrinales y formales de aquellos que fueron adalides de un cristianismo ecuménico. Y para ello, ninguna necesidad hay de adoptar eclécticas y artificiosas concepciones nacidas al calor del “pensamiento moderno occidental”, o sincretismos doctrinales pretendidamente tradicionales y universalistas. La Tradición Primordial nos ofrece múltiples formas de Realización del Ser conducentes a una misma meta de Conocimiento. Beber de las fuentes primordiales es de sabios, pretender transitar por todos los caminos, incluso por aquellos ajenos a la mentalidad y al espíritu humano al cual se dirige la Palabra, es absurdo y estéril... El Temple hoy, como antaño, tendría la misma misión para la que fue investido en el seno de la civilización a la que pertenece: transmitir un mensaje, nunca impositivo, siempre sugerente, acorde a la naturaleza crística de la que está impregnado. Por consiguiente, un Caballero Templario, hoy como ayer, debería erigirse en guardián de la doctrina primitiva, en depositario de un cristianismo tradicional con una raíz común y alejado de las falsas impresiones dogmatizantes que fueron cristalizando en Occidente, y en las que se ocultó a ojos de la masa popular devota la existencia de una Gnose.
Las visiones unilaterales ocultaron de manera interesada el Conocimiento que, durante siglos, fue transmitido de maestro a discípulo, en criptas y en ciertos monasterios de la Ortodoxia Oriental, y es por ello que el Templario, hoy como ayer, debería asumir y asimilar en su persona el Conocimiento de su destino original, perfectamente señalado en Lucas XXIV, 45: “Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras”. A partir de ahí, consciente de la Universalidad del mensaje crístico, y siendo capaz de comprender la Escritura, el Templario, hoy como ayer, debería estar dotado de los conocimientos y las herramientas que le capacitaran para transmitir una Enseñanza no adulterada y tergiversada. Esta Enseñanza, bella y vivificada, cuyo principal logro es el de permitir Conocernos a nosotros mismos, es la que muestra al hombre de buena voluntad el Camino a recorrer: el “sendero estrecho que conduce a la Vida”. Despojado entonces del “hombre viejo y sus obras”, y “revestido del hombre renovado a imagen de su Creador”, el Templario debería ser, hoy como ayer, un hombre reintegrado en el seno del Señor.
Un soldado de la Paz que bajo los símbolos del Temple velara, hoy como ayer, por la libertad de expresión, de conciencia y de religión, y cuyo espíritu fuera en verdad caballeresco y ecuménico, podría legitimar una prerrogativa que ningún “arconte de este león” tiene por qué concederle, pues los Dones del Rey de la Jerusalén Celestial tan sólo de Él dimanan. Con la guía y el ejemplo de un Rey que es Juez y Arquitecto a la vez, la misión universal del Temple, hoy como ayer, no sería otra que educar y participar de la construcción de un mundo mejor y más justo.
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