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lunes, 29 de diciembre de 2008

Cartas eruditas

Cartas eruditas

5. Lo que hemos escrito arriba, en orden a los Autores de la acusación, es lo que se halla comúnmente en los Historiadores. Pero dado el caso, que el acusador fuese el que pretende el Abad Fleuri, como queda la acción en un hombre merecedor de la muerte por sus delitos, para el intento viene a ser lo mismo. Un hombre de este carácter repararía poco en levantar horrendos testimonios a toda una Religión, cuando no hallaba otro arbitrio para salvar la vida.

6. Se hace harto inverosímil, que los delitos acumulados a los Templarios fuesen verdaderos. Que todos, en su admisión a la Orden, renegasen de Jesucristo; que escupiesen sobre su Sacrosanta Imagen; que en la misma admisión interviniesen, ciertas ceremonias extremamente ridículas, y torpes; que se practicase por Estatuto la Idolatría; que al Ídolo que adoraban, sacrificasen víctimas humanas; que se permitiese generalmente la torpeza nefanda, son cosas, que sin hacer al entendimiento una gran violencia, no pueden creerse comunes a toda una Religión.

7. A sesenta Caballeros, entre ellos el Gran Maestre, que en distintas ocasiones fueron condenados al fuego, se les ofreció la vida, como confesasen los crímenes, de que eran acusados; pero todos, sin exceptuar ni uno, estuvieron constantes en negarlos; protestando hasta el último momento su inocencia. Esto, cayendo sobre la inverosimilitud de los hechos, sobre la perversidad de los acusadores, y el interés del Rey, en que creyesen los delitos, forma una preocupación extremamente fuerte a favor de los reos.

8. Hace también una fuerza inmensa, el que siendo los delitos tan enormes, tan comunes, y que mucho tiempo anterior se practicaban, no se hubiesen difundido antes al Público. ¿Es posible, que entre tantos, o centenares, o millares de Caballeros, alguno, o algunos, movidos de los remordimientos de la conciencia, no los delatasen a quien debían? Muchos fallecerían separados de sus hermanos, o en algún viaje, o en casas de sus parientes, o amigos. Siquiera a la hora de la muerte algunos de éstos, por librarse de la condenación eterna, ¿no dejarían alguna declaración hecha, con orden de presentarla al Príncipe?

9. Pero lo más decisivo en la materia es, que aunque en todos los Reinos de la Cristiandad se procedió a seria inquisición sobre los delitos de los Templarios, en ninguno, a excepción de Francia, fue conducido Templario alguno al suplicio. Prueba, al parecer clara, de que el apasionado influjo del Rey Felipe era quien los hacía delincuentes. Adonde no se extendía el dominio del Rey de Francia, no parecieron Templarios Apóstatas de la Fe; siendo así que en los Procesos hechos en Francia se pretendía, que el crimen de Apostasía era común a todos, como una condicion, sine qua non, para recibir el Hábito. En España, se examinó el caso con gran madurez. En Salamanca se juntó para este efecto un Concilio, compuesto del Arzobispo de Santiago, y de los Obispos de Lisboa, de la Guardia, de Zamora, de Avila, de Ciudad Rodrigo, de Plasencia, de Astorga, de Mondoñedo, de Tui, y de Lugo. Y después de bien mirada la Causa, todos aquellos Padres, unánimes declararon los Templarios inocentes: De vinctis, atque supplicibus quaestione habita, causaque cognita, pro eorum innocentia, pronunciatum communi Patrum suffragio. (in Collect. Labb. tom. 7, pag. 1320).

10. Es verdad que los delitos de los Templarios se probaron con muchos testigos, y que gran número de los mismos Templarios los confesaron. Pero atendidas las circunstancias, uno, y otro prueba poco. Cuanto a lo primero, ¿quién no echa de ver, que por inocentes que estuviesen los Templarios, interesándose el Rey de Francia en hacerlos delincuentes, no le habían de faltar testigos? Las Historias están llenas de casos semejantes. Siempre que algún Príncipe, por mala voluntad suya, ha querido, que, observando la forma judicial, se castigase como malhechor algún Vasallo inocente, tuvo testigos de sobra para cuantos delitos quiso imputarle. Son casos estos, que a cada página, como he dicho, se encuentran en las Historias.

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