Las fuentes antiguas nos dicen que las obras de la basílica consagrada en Constantinopla a la Sabiduría Divina fueron inspiradas por un ser angélico que mantenía frecuentes conversaciones con el emperador Justiniano. Los trabajos de Santa Sofía duraron cinco años y diez meses, entre 532 y 537, y el monarca encontró la colaboración de dos personas que supieron plasmar en la piedra los elevados pensamientos que le embargaban.
En efecto, Antemio de Tralles, un hombre que procedía de Lidia y estaba dotado de profundos conocimientos teóricos de geometría descriptiva, y el jonio Isidoro de Mileto, arquitecto esencialmente práctico, levantaron un templo que habría de resaltar por su especial belleza. En palabras del historiador Procopio: "el emperador consiguió que esta iglesia resultara un producto inusitado de belleza, superior a la capacidad del que la contempla, que queda maravillado, y superior a cuanto imagina el que oye hablar de ella desde lejos". Santa Sofía representa la última gran creación arquitectónica de la Antigüedad Tardía. En ella, sobre la base de unos fundamentos arquitectónicos de rigor clásico, se alza a los cielos una cúpula majestuosa que está revestida por una exuberante decoración de gusto oriental. Tanto en sus aspectos técnicos como puramente artísticos Santa Sofía supone un hito significado en la evolución de la arquitectura.
Desde su erección se convirtió en símbolo potente de la liturgia cristiana oriental. Allí, las actuaciones religiosas se celebran en un espacio centrado, lo que contribuye a agrupar a los creyentes, cosa que no sucede en las celebraciones y rituales de Occidente en donde los fieles, situados en filas sucesivas en espacios basilicales, se ven obligados a mantener una adecuada distancia con respecto a los oficiantes. Justiniano consiguió levantar un edificio que habría de convertirse en modelo muy difícil de superar; se trata de una iglesia dotada de una planta central que está coronada por una inmensa cúpula que tiene 31 metros de diámetro y cuya clave se sitúa a 55 metros de altura.
Es cierto que el Panteón de Roma alcanza un diámetro de 44 metros pero en este caso su cúpula reposa sobre una formidable estructura de apoyo, cosa que, aparentemente, no parece suceder en Santa Sofía. Aquí la cúpula se inscribe no sobre una potente pared circular sino sobre un inmenso cuadrado, siendo sostenida por cuatro pechinas angulares que descansan sobre pilares. En Santa Sofía la cúpula, al no apoyarse en unos muros sólidos y evidentes, parece estar suspendida en el aire, semejando flotar sobre los juegos de luces que se filtran a través de las cuarenta ventanas que están situadas en su base.
Esa sensación de ingravidez habría de hacer afirmar a los emisarios del príncipe Vladimiro de Kiev que en esta iglesia los propios ángeles descendían de la bóveda celeste para celebrar los oficios con los sacerdotes. En este templo de la Divina Sabiduría, para los hombres que contemplaban su bellísima cúpula esférica, la ascensión desde la tierra a los cielos parecía hacerse evidente. Santa Sofía, no cabía duda, era un lugar de especial significado en el que el emperador había conseguido que el Altísimo morase junto a sus fieles.
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