Marcos Mateo
Muchos de nosotros nos sorprenderíamos si alguien nos dijera que a lo largo de nuestra vida, hemos cometido involuntariamente actos de iniciación, ya que lo iniciático se considera habitualmente como parte, bien del mundo de la ciencia —y como tal, analizado y estudiado por historiadores, etnólogos o antropólogos— o bien del ámbito de las sociedades e iglesias que prometen, a cambio, otro mundo mejor a sus adeptos.
Es cierto que la iniciación existe desde que los hombres empezaron a organizarse en sociedad, y precisamente para lograr una mejor adaptación social y religiosa del miembro iniciado, adquiriendo en la mayoría de las ocasiones la condición plena de miembro de la sociedad que lo iniciaba.
Sin embargo, la «iniciación» se da, de modo espontáneo, a veces voluntario y racionalmente asumido o provocado, en toda vida humana que se plantee su propia autenticidad, tomando conciencia de sus propias crisis, pruebas, angustias, pérdidas y reconquistas sucesivas del propio «yo», y muy a menudo de modo tal y como muchas sociedades iniciáticas plantean sus ritos,
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Este deseo inconsciente o semiconsciente, lleva a la voluntad de tomar parte en determinadas «pruebas» de regeneración, al uso de los antiguos héroes de las leyendas —que por otra parte no hacen más que retomar simbólicamente los grandes temas de los gestos creadores o regeneradores de los dioses míticos— y que consiguen
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