EL CÍSTER Y EL TEMPLE
Uno de los aspectos en que se aprecia con mayor claridad la importancia del Císter en el impulso hacia oriente está en relación con la Orden del Temple, una de las primeras consecuencias del éxito de la primera cruzada. Conquistada Jerusalem y constituidos los estados cruzados —condados de Edesa y Trípoli, principado de Antioquía y reino de Jerusalem— se plantea el problema esencial de su mantenimiento, cuyo dilema esencial es si la cruzada es solamente una expedición o exige una permanencia, como parece evidente.
Por otra parte, no sólo se trata de defender lo conquistado sino de garantizar a los peregrinos el acceso a los lugares santos; muchos realizan su peregrinación en grupos armados, pero, incluso en esas condiciones, es posible tropezar con dificultades. Como respuesta a una necesidad inevitable surgen pequeños grupos de caballeros que consideran imprescindible garantizar ese acceso y prestar su ayuda a los peregrinos. Es el germen de la Orden del Temple (1).
En 1119, Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer, con un pequeño número de caballeros, deciden poner sus armas al servicio de los peregrinos que llegan a Tierra Santa. Se trata de una iniciativa en relación con el nuevo rey de Jerusalem, Balduino II, que inicia su reinado ese mismo año, y que les adscribe a los canónigos regulares instalados en el antiguo emplazamiento del Templo, como una orden tercera. Pronto construyen su pequeño convento anexo sin duda al santuario de la Roca, modelo de muchas de sus construcciones en Occidente. Como tantas otras empresas humanas, los comienzos del Temple son difíciles; la explicación no exige razones complejas: la propia novedad que significa una caballería integrada por monjes, la permanente instalación en Oriente, requerida por su misión, son obstáculos más que suficientes. Diez años después de su creación, Hugo de Payens se presentará en el concilio de Troyes, provisto de un texto de la Regla de la nueva milicia, que será aprobado en las sesiones del concilio (2).
Es un paso importante, pero precisa la obtención de apoyos en las potencias cristianas, lo que pretende el viaje de Hugo por Francia e Inglaterra, y una argumentación de carácter teológico que logra a través de san Bernardo. Después de solicitárselo en varias ocasiones, logrará Hugo de Payens que san Bernardo dedique uno de sus escritos a la alabanza de la Nueva Milicia (3).
El tratado escrito por san Bernardo nos permite conocer el concepto de su autor sobre la Cruzada y la misión de la naciente Orden; es posible valorar la importancia que el Cister —decir san Bernardo y espíritu cisterciense viene a ser lo mismo— tiene en la proyección hacia Oriente, objeto esencial de nuestra intervención en este curso. El escrito se encuentra en la línea argumental habitual del santo; su objetivo esencial, más aún que la propia alabanza del Temple, es la conversión. Gran parte de sus obras tienen, efectivamente, esa línea argumental: la conversión del monje, en muchos de sus sermones; la conversión de los clérigos, en un escrito de ese título (4); la conversión de los obispos, objeto de la Vida de San Malaquías (5) o de la Epístola al arzobispo de Sens (6); la conversión del propio pontificado es también el objeto del tratado De consideratione, dirigido al papa Eugenio III, al que nos referiremos después.
La alabanza de la nueva milicia responde ciertamente a su título: es una justificación de la vocación de los Templarios y una defensa de su modo de vida; pero es, sobre todo, el planteamiento de un completo itinerario espiritual para los caballeros, a través del cual podrán realizar plenamente el ideal evangélico. El cumplimiento del ideal cristiano no exige al caballero el abandono de la misión que corresponde a su orden. San Bernardo tiene la plena seguridad de que es la vida del monje el camino más seguro para el cumplimiento de ese ideal, pero propone a los hombres de guerra un proyecto enteramente similiar: pelear el combate de Cristo, como, en otro orden de cosas, hace el monje; santificar la guerra —su actividad habitual— porque es una guerra contra los infieles, idólatras, por tanto, injustos, en defensa de los fieles de Cristo, peregrinos, los justos.
En esta actividad hallarán la santificación, tomando de la santidad de los lugares en que desarrollan su actividad el motivo de su oración; o hallando incluso el martirio. La obra consta de dos partes: en la primera se justifica la legitimidad y necesidad de la Orden; la segunda es un itinerario espiritual por Tierra Santa. No se trata de una descripción de los lugares mencionados, que san Bernardo desconoce absolutamente, sino una evocación alegórica de cada uno de ellos, a través de la cual el monjecaballero —todos los caballeros y peregrinos, en general— sigue un itinerario espiritual cuyo colofón es la conversión personal y la plena identificación con Cristo, objetivo último de toda la obra del santo cisterciense. En el prólogo deja constancia el autor de la insistencia del primer maestre para lograr de él la redacción del mismo (7).
El hecho tiene una lógica incluso personal: Hugo de Payens es pariente de san Bernardo y son bastantes los vínculos personales y afectivos que, tanto ahora como en los años sucesivos, mantendrá con el Temple.
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