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domingo, 22 de marzo de 2009

El Viaje de la Meditación Cristiana (parte 2)

La semana pasada hablamos de lo que podía sucedernos en nuestro viaje de meditación.
Comenzamos con entusiasmo, nuestro compromiso con la práctica diaria crece, pero
inevitablemente a su tiempo conocemos al demonio de la “acedia”. Comenzamos a
sentirnos aburridos e inquietos, nos sentimos como si ingresáramos a un desierto.
Hablando de esta experiencia de “desierto” Thomas Merton dijo: ”Sólo cuando somos
capaces de abandonar todo dentro de nosotros, todo deseo de ver, de saber, de gustar y de
experimentar la consolidación de Dios, sólo entonces somos verdaderamente capaces de
experimentar Su presencia”.

Requiere por lo tanto, un “abandono” y así esta “experiencia de desierto” se convierte en
una experiencia purificadora. Es un desafío para superar nuestro egoísmo y meditar sin
esperar recompensa, sin conocimiento de que el Espíritu nos está guiando a meditar aún
cuando esas profundas distracciones nos asalten. Siempre que perseveremos y nos
sentemos fielmente para nuestra práctica, finalmente romperemos toda resistencia y
seremos llevados al verdadero auto conocimiento, purificados y fortalecidos. De esta forma
el desierto es también nuestro camino a la Tierra Prometida, ya que de acuerdo a las
palabras del Padre del Desierto Evagrius: ”Ningún otro demonio sigue de cerca al demonio
de la acedia, sólo un estado de profunda paz y alegría inexplicable surge de esta lucha”.

A esta profunda paz e inexplicable alegría los Padres y las Madres del Desierto la llamaban ”
apatheia”, una calma profunda e imperturbable, un alma verdaderamente curada. Ellos
sabían que la “apatheia” o “pureza del corazón” era el pre requisito para entrar al “Reino de
Dios”, para estar en la Presencia de Dios.

“Lo que más buscaron los padres fue su propio ser verdadero en Cristo. Y para hacerlo,
tuvieron que rechazar completamente al ser falso y formal auto fabricado en el “mundo”
bajo la presión social”. (Thomas Merton)

Nuestro “ser verdadero en Cristo” brilla, por lo tanto, cuando nuestros pensamientos y
nuestros sentimientos han sido aquietados, cuando las máscaras del ego y las falsas
imágenes del ser se han desplomado y las emociones están purificadas. Entonces nos
vemos a nosotros mismos como “niños de Dios”, hechos a la imagen y semejanza de Dios.
Esta calma, este éxtasis, esta paz y alegría es al mismo tiempo perfecta conciencia, super
atención. Entonces estamos “completamente vivos”.

Desde allí surge la etapa final de “agape”, la mayor experiencia de todas, el sentido de
unidad y conciencia del amor universal, incondicional de Dios.

Se trascienden las formas y de todos los conceptos de la mente del mundo que
conocemos. Sabemos que “Dios no tiene cantidad ni forma externa” y “con asombro vemos
la luz de nuestro propio espíritu y sabemos que esa luz es algo más que nuestro espíritu y
sin embargo es la fuente de él” (John Main). Sabemos que nuestro espíritu es uno con el
Espíritu. Hemos entrado en la corriente de amor entre el Creador y lo creado. Hemos llegado
a casa.

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